top of page

V CAStIGO

2002, cuarto de primaria, suena la campana. Influenciado por las experiencias religiosas en el colegio Santa María de Caná, Fabián es trasladado a una nueva escuela. En ésta las vivencias se tornaron hostiles. El ambiente era ajeno a la burbuja de la escolaridad religiosa de la cual provenía. Los martes dejaron de ser de misa, pasaron a ser un ritual disciplinario de formación diaria a las 7:00 a.m. Sin falta, la formación como parte del programa en esta escuela, se desplegaba en un escenario concentrado en una arquitectura propia para la “pedagogía de la vigilancia”.

De su paso por la iglesia, a la arquitectura constreñida dentro y fuera de lo religioso, Fabián empezó a cruzar los pasillos de la que sería su experiencia escolar más dolorosa. Allí, el miedo gestado desde sus pasadas confesiones, empezó a nutrirse con los golpes, los pellizcos y los castigos de su profesora.

—Acudía a la escuela con el deseo de no volver; con un miedo que sembraba en mi estómago la semilla de un grito que empezó a atorarse en mi garganta. Detestaba ir a estudiar, huía internamente; me abstraía, solo esperaba el sonido de la campana, el fin de la jornada.

¿Quién era Fabián antes de sus primeras experiencias escolares? Alguien escribió hace varios años: desde muy pequeño ha tenido muy buena expresión verbal para comunicar todas sus emociones y necesidades (…) juega con muchos niños; es un niño muy sociable.

Sus experiencias en esta escuela le llevaron a cuestionar las creencias de un mundo que desdibujaba su florecimiento, y desplazaba a ese niño sociable hacia un refugio de soledad, mutismo… secreto.

—El mundo exterior me era completamente indiferente, y, durante días, no hacía más que escucharme a mí mismo y los torrentes misteriosos y oscuros que fluían dentro de mí. Sucumbía a estar presente en la escuela, luego del castigo que me obligó a dirigirme hacia el tablero a leer las páginas de un libro amarillo.

Fabián no comprendía cómo la lectura pasaba del deber escolar al escarnio y al castigo. Su voz temblaba, se resquebrajaba frente al público infantil que expresaba miedo, burlas, cuchicheos. Quedó absorto en el castigo que vino después de un instante en el aula que reproducía la polifonía de zapatazos, pupitrazos y jolgorio entre papeles arrugados. Él fue uno de aquellos a quienes la profesora encontró dando palmadas al pupitre. Su enojo la llevó hacia Fabián: agarró un libro, empezó a golpearle la cabeza, a halarle las orejas; luego le obligó a pasar al tablero.

—Recuerdo el CAStIGO como herencia religiosa; como la escena de un verdugo preparando el látigo para flagelar la alegría, el florecimiento, la voz, la voluntad, los (no)pecados.

El castigo no fue suficiente para la profesora, cada vez que hallaba oportunidad proyectaba odio sobre Fabián. Desde aquel día las semanas en el colegio se hicieron eternas; las horas se congelaban en el grito que se atoraba aún más, cuando algunos de sus compañeros aprovechaban las reprimendas de la profesora para intimidarlo. Empezó a viajar hacia un pasado cercano: la palabra MARICA volvió cargada violencia: insulto, escupitajo, balonazos de escarnio en la cancha de fútbol, amenazas en los baños.

El grito no pudo florecer entonces…

 

El baño de su casa: un refugio para el desagüe de su llanto. El espejo: un refugio para su secreto; un teatro para escenificar el dolor interno. Su cuerpo en el cuerpo y los zapatos de otres que también sufrieron.

—He aprendido a recorrer heridas. Oigo un E C O, me conduce a un jardín de flores y pupilas. Infancia…

 

ahora

en esta hora inocente

yo y la que fui nos sentamos

en el umbral de mi mirada.

 

A.P

© Fabián Bonilla

  • Gris Facebook Icono
  • Gris Icono de Instagram
  • Gris Icono Twitter
bottom of page