FABIÁN BONILLA
VI JARDÍN SECRETO
Durante dos años, Fabián empezó a cultivar el dolor de no hallarse en un colegio en el que la mayor parte del tiempo era agredido. Se fue haciendo cada vez más tímido, ensimismado. Nunca se atrevió a expresar o a proyectar rabia sobre quienes le atacaban. A sus 12 años “no aprendió a defenderse”. Para algunos de sus compañeros era considerado una niñita. Siempre evadió peleas a a puños a la hora de salida. Como Lemebel, aprendió algo más sabio: morder[se] las burlas / comer rabia para no matar a todo el mundo. El silencio se convirtió en el aliado que solo él comprendía cada vez que se sentaba en el umbral de su mirada.
— Cierto día, después de salir del colegio, quedé solo en casa. Me encerré en la habitación. Percibía que en mí algo estaba cambiando; ya no era el mismo de hace dos años. Algo me invitaba a un lugar desconocido. Empecé a atravesar un túnel: mi pupila. Mis párpados me abrigaron con la oscuridad... R e c u e r d o . . . es hora de construir mi refugio, bien adentro: aquí donde solo yo puedo saberme; aquí, en un lugar tranquilo para mi secreto. Llego a una puerta, en ella algunas grietas dejan pasar la luz. Me acerco, observo: hay un jardín, intento abrir. No entiendo por qué una puerta dentro de mí está cerrada y asegurada. Es más: ¿por qué hay una puerta al fondo de mi pupila? ¿No debería estar abierto el fondo de este túnel ubicado en lo más profundo y matafísico de mi anatomía interna? ¿En dónde está la llave? ¿Qué debo hacer para cruzar esta puerta? ¿Algún acertijo para ingresar a aquel jardín?
Me siento como Alicia asaltada por la curiosidad que la llevó a perseguir al conejo blanco. La diferencia es que acá no hay conejos, ni tortas o bebidas mágicas; tampoco un abismo lleno de armarios, anaqueles, libros y objetos viéndome caer. ¿Qué hay acá?: únicamente mi presencia ante la quietud de la oscuridad con algunas grietas de luz atravesando la puerta que no sé de qué manera cruzar. Podría tomar la opción de regresar al umbral; evadir el secreto que esconde mi mirada. Pero, estando aquí, la curiosidad es más fuerte.
Tras intentos fallidos con la cerradura, sin hallar objeto o señal en medio de la tenuidad, decido sentarme, apoyo mi espalda sobre la puerta. Mi cuerpo empieza a adormecerse, el sueño me atrapa. D u e r m o… consciente: como en un sueño en el que te sabes y del que sabes que en algún momento vas a despertar. Me hago puerta: soy la metamofrosis de un yo que se abre a un mundo nuevo. Hago parte del jardín. Soy la llave. Ahora mi cuerpo crece, la puerta se reduce, navega hasta concentrarse en el lugar donde se halla mi corazón. Estoy afuera, abro la puerta, doy la bienvenida a Federico: he aquí tu jardín secreto, puedes empezar a recorrerlo.
No es árida esta piel. En ella los primeros vellos en la zona que creía impura empiezan a crecer. Junto a la pelusilla que ahora toma por territorio varias zonas de mi cuerpo, llega la primer descarga incontrolable; el viaje de segundos precedidos por la caricia y el jugueteo de mis manos visitando el jardín en donde crece uno de los órganos cómplices de la vida, el placer, el deseo. Este jardín es bello: se ha hecho creer que es tan prohibido como el árbol del mito del pecado original. Pero es tan bello, tan bellamente prohibido; tan sagradamenete profano.
En este jardín empecé a comer los frutos cultivados por mi silencio. Cada oportunidad en la soledad de la habitación era la excusa perfecta para un deleite con el que me creía pecador. Cada salida del colegio era desear aquel momento de libertad, en el cual pensaba: ¿En dónde voy a esconder los restos del fruto que me acabo de comer? ¿Qué pensará mi madre si descubre mis visitas al jardín que me deleita con su néctar? No quiero pensar en ello ahora, solo quiero disfrutar este secreto y volver.