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VIII ACTO SAGRADO

Tenía 16 años, observaba los tejados de casas vecinas desde una terraza. Me recuerdo feliz, nunca antes, en aquella época, había vivido en una casa con terraza para sus inquilinos. Junto a mi familia nos trasteamos a aquella casa en 2008, el mismo año en el que estaba por terminar el bachillerato. Doble dosis de felicidad: casa con terraza y el cierre mi época escolar. Fue un año liberador: deseaba ansiosamente no volver al colegio. También fue un año en el que se liberaron mis juegos, o, más bien, en el que mis juegos atravesaron otra dimensión.

 

Los juegos siempre están presentes: como actos innatos al propio desarrollo; como ventanas para el autodescubrimiento y como muchas otras cosas: son multiformes y siempre están presentes. Al evocar buena parte de mis juegos, desenrollo un hilo que me permite entender mi historia: juegos infantiles frente al espejo modelando “pelucas” improvisadas con trapos sobre mi cabeza; juegos a escondidas con muñecas ajenas; juegos travistiendo juguetes con lana y retazos de tela; juegos modelando el vestido de quince años de mi hermana; juegos imaginarios “socializando” con las personas con quienes no socializaba.

 

No es que siempre haya jugado solo, pero jugar con otras niñas y niños era como estar solo. En casa jugaba con mi primo, aunque nuestra relación se tornaba tensionaste porque yo proyectaba en él, las agresiones que afuera otros proyectaban sobre mí. Peleábamos, pero, sin pronunciarlo, nos acompañábamos en el mariconaje y el travestismo de juguetes. En el barrio intentaba relacionarme para jugar, pero me reprochaba no tener la valentía para interactuar sin que me hirieran; sin que me juzgaran por la suavidad de mi voz y mis amaneramientos; sin que, luego de alguna expresión ajena a la virilidad, lanzaran como insulto: “niñita, “Gay” o “MARICÓN”. Afuera sentía mucha rabia, de alguna manera comprendía la ignorancia que producía las burlas. Aunque intentara omitirlas para acercarme, mi decisión fue aislar mi presencia; alejarme de cualquier lugar que implicara establecer alguna amistad. Así me fui convirtiendo en un ser ermitaño. 

 

En la casa, en el colegio y en el barrio: MARICÓN. Mi respuesta a todo esto, fue construir un jardín imaginario para liberarme cada vez que estaba solo: en un cuarto, en un baño o en algún rincón en el que podía ser el yo de mi secreto. En 2008, a este jardín se sumó la terraza de aquella casa. Fue en este lugar en donde pasé de ser un ermitaño encerrado en cuatro paredes, a ser un secreto respirando el aire con ganas de convertirse en pájaro y volar. Allí jugaba danzante, inquieto, como una mariposa en busca de flores; allí encontré la primera flor que elevó mis intuiciones: Manuel

 

Ya le había visto en la calle. Pero, cierto día, desde la terraza, a través del agujero en uno de los tejados, pude contemplar la poesía de su cuerpo: el agua refrescaba su piel morena; las gotas acariciaban el paisaje de su desnudez: hacían que cada vello de su cuerpo dibujara líneas ondeantes. Cada uno de sus movimientos excitaban mis torrentes sanguíneos. Amaba verle cuando secaba su cuerpo y se colocaba la toalla. Todo él era una bella composición; una obra de arte viva, un acto sagrado. Me dejaba absorto en la escena y cada mañana volvía a la terraza para contemplarle nuevamente. No hacía caso a la culpa que sentía por verle de esa manera; saboreaba mis lágrimas; bebía mi propio (no)pecado.

 

 

No hay culpa en la revelación de tu ser

La vida te alimenta con este acto sagrado

Es un milagro saberte maricón

No eres pecado

No eres maldición

No eres castigo para tu madre

 

Eres un ser que responde a su instinto

A su lenguaje vital

 

Ahora lo sé:

Empezaban a brotar alas de mi espalda.

© Fabián Bonilla

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